—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel —dijo con mucho aplomo una señorita de quince años—, mientras tanto, debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina, sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
«Sé lo que ocurrirá», le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural. «Te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas».
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
—¿Conoce a muchas personas aquí? —preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.